Los académicos somos trabajadores de la palabra. Nuestras materias primas, nuestros procesos y los productos de nuestra labor son fundamentalmente construcciones lingüísticas. Somos artesanos de la gran casa que habitamos los humanos, que está hecha, ante todo, de significados.
Democracia es una palabra que remite a un significado, es el gobierno del pueblo. Pero, más allá de ello, es el paso de la violencia a la palabra como medio para tramitar las diferencias y decidir el rumbo de los asuntos colectivos. En Colombia, después de 200 años de vida republicana, no hemos logrado, todavía, conquistar esta fase como sociedad.
La violencia que casi acaba con la vida del precandidato a la presidencia Miguel Uribe Turbay, no surgió en el país hace tres años, ni es algo que deba sorprendernos, todo lo contrario, desde hace 200 años que se fundó nuestro joven país, las violencias estructurales concentran el poder y las riquezas en manos de unos pocos, y han mantenido al país en una guerra permanente en la que mueren todos los días, especialmente, sus jóvenes y sus niños. Estas violencias estructurales han sido el origen de las violencias directas como las que acabaron con la vida de varios candidatos a la presidencia a fines del siglo pasado y casi acaban con la vida de otro precandidato a la presidencia el pasado sábado en la capital del país.
El modus operandi del atentado del sábado anterior, un atentado sicarial usando jóvenes y niños de barrios de miseria, fue el mismo con el que la extrema derecha colombiana, aliada con el narcotráfico, cometió a fines del siglo XX un genocidio que eliminó un partido político surgido de un proceso de paz, y es el mismo modus operandi que ha sido empleado para matar a los firmantes de los Acuerdos de La Habana y a líderes sociales después del más reciente proceso de paz.
Se equivocan quienes dicen que la violencia en Colombia se resuelve bajando el tono de la voz, silenciando la denuncia de ciertos hechos con sus responsables, o dejando de llamar a las cosas por su nombre. Una correcta comprensión de la democracia implica entender que en su diseño mismo está el esquema gobierno-oposición y que los llamados pesos y contrapesos son mecanismos para tramitar los conflictos, no para disimularlos o negarlos. Las democracias vivas y vigorosas se caracterizan por tener partidos políticos fuertes, opuestos entre sí, que debaten con vehemencia en sus parlamentos y por medio de los medios masivos de comunicación, y que se alternan el poder del Estado según lo determinan periódicamente sus electores. La política, como nos lo enseña Martha Nussbaum, es la tierra de las emociones, y la indignación es una de ellas.
La violencia inaceptable, que todos debemos rechazar, es la delincuencial, la eliminación física del contrario para silenciarlo. La política, en el mejor sentido, es el uso de la palabra y los mecanismos democráticos para exhibir las diferencias en la gestión de lo público. El paso decisivo de la violencia a la política es el abandono de la tentación de eliminar físicamente al contrario, no el silenciamiento de las ideas ni la decoración del discurso. Los que amenazan la democracia en Colombia son quienes pretenden que el Estado se mantenga al servicio de la inequidad y el favorecimiento de los privilegiados y sus violencias estructurales, que en Colombia han sido los mismos que durante nuestros 200 años de vida republicana han eliminado físicamente a sus adversarios políticos.
*Las opiniones expresadas en este espacio no comprometen el pensamiento institucional.