En un mundo cada vez más permeado por la difusión masiva de información y un fenómeno creciente de combinación entre desinformación y posiciones ideológicas extremas, uno de los hechos que se ha vuelto paisaje para la mayoría de nosotros, y para otros un punto de desacuerdo contra la ciencia, ha sido el cambio climático, el cual se ha medido históricamente por las transformaciones en los sistemas terrestres y océanos, debido al incremento en la acumulación de los denominados Gases de Efecto Invernadero (GEI) en la atmósfera. Entre los principales GEI se encuentran el vapor de agua, el dióxido de carbono, el metano, el óxido nitroso y los flurocarburos.
El aumento de los gases ha sido principalmente por la acción humana en la naturaleza, llevando la temperatura media mundial a un aumento de 1,1 grados centígrados desde época preindustrial, provocando derretimiento de glaciares, variaciones en la temperatura global y precipitaciones, así como aumento en nivel y acidez del mar y pérdida de oxígeno, lo que genera una mayor frecuencia e intensidad de fenómenos climáticos, con impacto en los ecosistemas y su proceso de conservación y recuperación natural, y un efecto indirecto (¿o directo?) sobre diversas poblaciones en los territorios del mundo.
Aproximadamente el 65% de las emisiones de GEI son por dióxido de carbono asociado a combustibles fósiles y procesos industriales, 16% a metano, 11% dióxido de carbono por agricultura, silvicultura y otros usos de suelo, 6% al óxido nitroso y 2% a los gases fluorados. En esa línea de representatividad, el dióxido de carbono es emitido principalmente por la quema de combustibles fósiles como carbón, petróleo y gas natural; árboles, madera y desechos sólidos en general, sumados a las actividades humanas relacionadas con uso del suelo, en esencia, degradación y desforestación. El metano se genera por la actividad de producción y transporte de petróleo, carbón y gas natural, así como desde el sector agropecuario y por la descomposición de desechos.
En el mundo, los sectores económicos con mayor emisión de GEI son energía, electricidad y calor (25%); agricultura, ganadería y silvicultura (24%); industria (21%); y transporte (14%). En los países desarrollados, más del 70% de las emisiones de estos gases se derivan de los sectores de transporte, energía, industria y comercio. En los países en vía de desarrollo las emisiones provienen de la deforestación, el uso del suelo y las actividades agropecuarias. En Colombia, el 59,25% de las emisiones de GEI son producidas en su conjunto por deforestación (31,2%), agricultura (22,45%) y silvicultura (5,6%), participando con un poco más del 0,57% en el total de las emisiones mundiales.
La evidencia científica ha permitido establecer, según el Centro de Resiliencia de Estocolmo, que existen nueve límites planetarios a partir de los cuales el punto de retorno es prácticamente imposible, marcando un punto de inflexión en la historia de la humanidad desde su impacto en el planeta. Estos son: cambio climático, acidificación de los océanos, eliminación del ozono estratosférico, interferencia de flujos bioquímicos en los ciclos del nitrógeno y fósforo, integridad de la biósfera (extinción de especies), uso del agua dulce, cambio en los sistemas de suelo, carga de aerosoles en la atmósfera y aparición de nuevas entidades (contaminación química). La evidencia muestra que algunos ya fueron sobrepasados.
En pocas palabras, la acción humana ha deteriorado y destruido los ecosistemas como nunca, y la única solución es hacer intervenciones contundentes de adaptación y mitigación, alineadas a la descarbonización de las economías, la transición a energías no convencionales y a la atención decidida de la deforestación. En la literatura académica este proceso se engloba en el denominado desacoplamiento entre el modelo de crecimiento económico y el uso intensivo de recursos, entre ellos los naturales, como un mecanismo de transformar los procesos de producción y consumo en el sistema económico, distinguiendo entre desacoplamiento relativo, que disminuye la intensidad ecológica por unidad de producción, y desacoplamiento absoluto, que implica una reducción total del impacto sobre los recursos ambientales. El primero se vislumbra desde una actividad económica ambientalmente sostenible, y el segundo en una utopía del funcionamiento del sistema por la dificultad práctica de hacerlo.
La realidad es que esos conceptos y cifras son omitidas por millones de personas en su vida diaria, y otras hacen fuertes campañas por negarlas, incluso los políticos, que son nuestros representantes sociales para el liderazgo en la transformación social.
¿Por qué sucede esto con algo tan trascendental para nuestra vida en el planeta?
La economía puede dar una respuesta desde la teoría de los bienes públicos, como es el clima. Es un tema de cooperación. En esta teoría existe el problema del parásito, donde individuos o países se benefician de esfuerzos de otros sin contribuir a la solución del problema, es decir, se decide no asumir los costos de luchar contra el cambio climático porque su acción no es percibida como vital en el proceso, y los resultados de corto plazo son poco tangibles, cayendo en un sesgo de inmediatez, en el que se percibe el cambio climático como algo de largo plazo, pero desconociendo sus efectos ya visibles. Esto desestimula la acción individual y su sumatoria en la colectividad, desde el bajo o nulo balance existente de esfuerzo-resultado (costos propios inmediatos versus beneficios globales futuros), generando un común denominador de apatía que provoca una preferencia por la inacción, fracasando los incentivos claves para una coordinación efectivamente global. En síntesis, siempre se espera que el otro actúe primero.
Esto significa que el cambio climático no solo es un desafío ambiental. Es una urgencia de sostenibilidad-subsistencia de la humanidad, en la conciencia de estar sobrepasando los limites planetarios que comprometen la estabilidad de los sistemas naturales que permiten la existencia de los subsistemas económicos y sociales, donde las estrategias van más allá de decisiones radicales de política (por ejemplo, #NoMásPetróleo) y la respuesta colectiva debe ser en la integración de mecanismos económicos, culturales, políticos y tecnológicos: impuestos al carbono y mercado de emisiones para internalizar costos en el sistema, financiamiento verde y subsidios, fondos globales según vulnerabilidad climática y social, modelos productivos circulares, educación y cultura ambiental, acuerdos vinculantes y sanciones por incumplimiento, entre otros.
Si algo nos ha enseñado la economía es que es posible construir sistemas de cooperación social basados en incentivos, reglas e instituciones compartidas colectivamente. Así, quizás el principal fallo ha sido en el diseño de una arquitectura que nos permita trascender con más velocidad a un nuevo modelo de desarrollo económico, social y productivo, en el que la sostenibilidad no sea una simple opción de decisión de un agente consumidor o productor, sino la base institucional del funcionamiento completo del sistema.
Hasta el momento, los acuerdos globales han sido un fracaso, y en lugar de seguir haciendo lo mismo, debemos concentrarnos en lo que ha funcionado en el pasado, donde la teoría económica puede ser nuestro gran aliado.
*Las opiniones expresadas en este espacio no comprometen el pensamiento institucional.